Morir por Ucrania o morir en Ucrania: dos opciones y una sola elección

Por Eduardo Slusarczuk (Periodista, hijo de inmigrantes ucranianos)

A 20 días del inicio de la invasión rusa a Ucrania, que Vladimir Putin fundamentó en argumentos que de tan inconsistentes rápidamente dejaron de ser punto de referencia para cualquier análisis sensato de la situación y de sus intenciones, el enorme caudal de información y de desinformación requiere un minucioso trabajo de selección y chequeo de las noticias, versiones y trascendidos.

Por supuesto, en ese ida y vuelta los intereses de los distintos actores adquieren mayor o menor peso de acuerdo a quién es el emisor y, también de acuerdo a quién será el receptor. Hace un tiempo, un ejecutivo de una de las editoriales más grandes de América Latina me decía que “la gente quiere leer a favor”.

La premisa que parece regir el comportamiento de la mayoría de los medios confirma la sentencia; el algoritmo hace el resto del trabajo.

Pero lo cierto es que resulta casi imposible no tener una mirada unívoca en torno a lo que hoy ocurre en Ucrania, en lo que respecta a los hechos; a menos que una ceguera orgánica o ideológica complique notoriamente la vista del espectador.

Una de las potencias armamentísticas más poderosas del planeta somete desde hace más de dos semanas a un pueblo entero a una lluvia de misiles que no para de cobrarse vidas de niños, mujeres y hombres que jamás en su vida empuñaron un arma, al mismo tiempo que destruye la infraestructura y el patrimonio físico y simbólico de una nación.

Redundan tanto las crónicas de ataques a escuelas, hospitales, centros habitacionales, aldeas, vehículos civiles, corredores “humanitarios”, vías de suministro de víveres y medicamentos destinados a poblaciones sitiadas que sobreviven sin energía eléctrica, sin agua, sin gas y sin alimentos, como la evidencia del uso de armas prohibidas por convenciones internacionales.

Un acto de genocidio en marcha

En cualquier contexto, lo que Rusia, con Vladimir Putin al mando, está llevando a cabo en Ucrania, es un acto de genocidio contra su pueblo.

Esto es así, en tanto según la Convención para la Prevención y la Sanción del Delito de Genocidio consensuada por la Asamblea general de las Naciones Unidas el 9 de diciembre de 1948, “se entiende por genocidio cualquiera de los actos mencionados a continuación, perpretados con la intención de destruir, total o parcialmente, a un grupo nacional, étnico, racial o religioso, como tal”.

Los actos enumerados por la Organización son: “a) Matanza de miembros del grupo;b) Lesión grave a la integridad física o mental de los miembros del grupo;c) Sometimiento intencional del grupo a condiciones de existencia que hayan de acarrear su destrucción física, total o parcial; d) Medidas destinadas a impedir los nacimientos en el seno del grupo;e) Traslado por fuerza de niños del grupo a otro grupo”.

El mismo presidente ruso advirtió que no parará “hasta que desaparezca la Ucrania actual”. La “Ucrania actual”, habrá que interpretar, es la Ucrania democrática, por momentos vacilante y por otros determinada, que su pueblo viene construyendo desde su independencia, declarada en 1991 en consonancia con la caída de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas.

Un pasado aún latente

Es imposible, entonces, abordar lo que hoy ocurre en Ucrania y las reacciones que provoca, sin tener en cuenta la permanente vocación de Rusia, desde los tiempos en que la emperatriz Catalina la Grande puso fin al estado Cosaco ucraniano, a mediados del Siglo XVIII, de rusificar a las poblaciones que ocupaban el territorio de Ucrania, mediante la prohibición del idioma y el sometimiento al patriarcado de Moscú.

Una opresión que, tras un breve lapso de existencia como estado independiente, se extendería durante las siete décadas que el país atravesó como parte del imperio soviético, bajo cuya órbita su población sufrió el genocidio conocido como Holodomor, que provocó la muerte de alrededor de 7 millones de ucranianos por causa del hambre artificial programado desde Moscú.

Aquella matanza habilitó a Josef Stalin al diseño de una “ingeniería” de relocalización de grupos humanos, especialmente en zonas en las que ciudades y aldeas enteras quedaron arrasadas, bien por la muerte de sus habitantes, bien por las deportaciones y migraciones.

Esa implantación de población rusa en Ucrania, que tuvo su mayor efecto en la parte oriental de su territorio con Jarkiv como epicentro, juega hoy un rol insoslayable en la perspectiva desde la cual puede ser vista la actualidad.

No obstante, a pesar de su gran proporción de población ruso parlante, resultado en gran medida del mencionado proceso de rusificación, hoy resulta absolutamente incorrecto calificar como pro rusa a la región oriental de Ucrania, como lo sugieren quienes siguen caracterizando la situación del país en los términos en que se encontraba en los primeros ’90, o tal vez hasta mediados de los 2000, sin contemplar la mayor parte del los procesos de transformación que vivió Ucrania desde su independencia.

La transformación que algunos prefieren no ver

Nadie que haya visitado el país en los albores de su liberación de la opresión rusa y lo haya vuelto a hacer en distintos momentos de los siguientes 30 años podría obviar los cambios notorios que experimentó el país en muy variados aspectos. Que no todos esos cambios hayan sido virtuosos no modifica el rumbo que la mayoría de su población hizo propio, marcado por una progresiva “occidentalización”.

Un proceso que va del funcionamiento de su economía -en permanente crisis- a los vínculos interpersonales, pasando por las desgracias de un universo político enfermo de corrupción o una notable creciente tolerancia hacia las minorías y colectivos de diversa índole. Distintas y convincentes caras de una misma moneda.

Todo eso, enmarcado en una constante tensión con el irrefutable asedio de la Rusia de Putin, empeñado en llevar a cabo su propia “solución final”, que incluye la desaparición del estado de Ucrania y la recomposición del antiguo bloque soviético bajo la fachada de un nuevo imperio ruso.

Separatismo: anexión en otras palabras

En ese marco se inscribe el enfrentamiento que desde 2014 las fuerzas armadas de Ucrania vienen librando un contra los grupos “separatistas” armados y financiados por Rusia que operan en favor de la anexión de las provincias de Luhansk y Donetsk al territorio ruso, bajo el eufemismo de la creación de dos nuevas “repúblicas populares”, adjetivación que desde hace un siglo suele disfrazar meras dictaduras.

La estrategia aplicada por Rusia en ambas provincias ucranianas quedó nuevamente de manifiesto en el reciente ridículo intento, abortado por la resistencia pacífica pero sostenida del pueblo, de llevar adelante un “referendum” en Kherson, con el fin de establecer una nueva “república popular” como fachada de un nuevo avance de Rusia sobre territorio ucraniano.

Por otra parte, la actuación legítima de las Fuerzas Armadas de Ucrania en la defensa de sus fronteras, en gran medida alentada por la decisión de Rusia no respetar los acuerdos de Minsk y seguir adelante con su ofensiva, no admite siquiera la sospecha de algo parecido a un genocidio, en virtud de que la baja proporción de población civil que perdió la vida a causa de los bombardeos de las fuerzas nacionales da por tierra con la idea de la población civil como blanco.

En ese sentido, en la zona de Donbas es mayor el porcentaje de víctimas civiles que se ha registrado del lado ucraniano, debido a los bombardeos de los ocupantes.

No es un dato menor que la mayoría de la gente que intenta escapar de la región a causa de los actuales bombardeos, en tanto las fuerzas rusas no intercepten su camino con misiles o balas, elija transitar los más de 1200 kilómetros que separan la zona de ciudades occidentales de Ucrania como Lviv, que recorrer los pocos que separan sus hogares destruidos de la frontera con Rusia.

Tampoco lo es que Putin haya elegido Jarkiv como uno de sus objetivos principales; el bombardeo indiscriminado de la ciudad, sin perjuicio de que quienes mueren allí sean ruso o ucranio parlantes, denota al mismo tiempo que un claro desprecio por la vida, la convicción de que aquello que era definido como una región “pro rusa” hace tiempo dejó de serlo. 

Zelensky, neonazis y diversidad: Ucrania ya no es lo que era

Tal vez quienes aún aplican tal categoría en sus análisis no cuenten -o no quieran hacerlo- con el deseo de la inmensa mayoría de los ucranianos de vivir en una sociedad en la que la tolerancia por las minorías, el respeto de los Derechos Humanos y la convivencia democrática se vienen afianzando como valores desde la recuperación de la independencia.

Días atrás, en una nota publicada por la agencia de noticias Telam, su autor reducía a una cuestión “anecdótica” la elección, con el 74% de los votos, de un presidente de confesión judía en Ucrania. A la sazón, Volodímir Zelensky, quien demostró ser bastante más que un comediante devenido político, es el único mandatario judío que gobierna un estado, fuera de Israel.

¿Acaso es posible dejar en el lugar de una anécdota semejante dato, tratándose de un país largamente sospechado de antisemitismo? Sin duda alguna, ese resultado va en sintonía con el 2% obtenido por la extrema derecha del país en las últimas elecciones presidenciales. 

El cuadro de la sociedad ucraniana actual puede ser complementado con los informes de ataques antisemitas o vandalismo contra instituciones judías en Ucrania, que dan cuenta de una sostenida disminución en el número de casos, ciertamente muy bajo en comparación con países de la Europa occidental.

O con un simple “relevamiento» fotográfico por el ciberespacio en busca de fotos que certifican los vínculos de los presidentes de Rusia y de Ucrania con prominentes líderes de la ultraderecha europea. Ahórrense tiempo: no van a encontrar a Zelensky junto a Marie Le Pen o Matteo Salvini. A Putin, sí.

Por supuesto que esto no quiere decir que no existan neonazis en Ucrania, como también existen, de modo más o menos organizados, en Rusia y en el resto de Europa. Al contrario, su reconocimiento es una condición inescindible de la posibilidad de reducir su grado la influencia a una mínima expresión.

Poco nada tiene que ver esto con la pretendida “desnazificación” argumentada por un líder que aglutina todas las cualidades que estereotipan aquello que dice combatir.

El punto, en verdad, es otro. En mi primera visita a Ucrania, en 2001, el ruso sacaba unos cuantos cuerpos de ventaja en el uso callejero. Cinco años más tarde, mientras viajaba en un colectivo, escuchaba a una mamá hablarle a su hijo en ruso, y a su hijo respondiéndole en ucraniano. Días atrás, una mujer tuiteó algo así como que su madre, que durante toda su vida habló en ruso, a partir del inicio de la invasión comenzó a usar el ucraniano.

A partir de la falta de consideración de estas variables, vinculadas más con cuestiones de conducta que hacen al comportamiento colectivo y a transformaciones culturales que con perfiles o indicadores económicos o parámetros geopolíticos, aquellos quienes cuya opinión se ubican en las antípodas de la de la gran mayoría del pueblo ucraniano llegan a poner en cuestión la decisión del pueblo de Ucrania de salir a defender su libertad y su identidad.

Esa determinación se da de frente con el empeño de Putin y sus seguidores de reescribir la historia de Rusia otorgándole a Ucrania el papel de “hermano menor”, objetivo que obliga a la destrucción de todo testimonio que contradiga su versión.

La pelea es por no volver al pasado

Hay quienes llegaron a plantear que Zelensky los “lleva” a la muerte. En verdad, el único que llevó la muerte a Ucrania fue el presidente de la Federación Rusa, con su decisión de arrasar con Ucrania y con todo lo que representa. 

Pero es precisamente por estas transformaciones verificables en la cotidianidad, en Ucrania, que el pueblo decide no entregarse a un líder que hizo de su propio país un estado terrorista, donde los opositores son envenenados, los disidentes encarcelados y las minorías perseguidas.

El pueblo ucraniano sabe de sobra lo que significa vivir bajo las órdenes de Moscú. Lo experimentó durante siglos. Entonces, la cuenta termina siendo sencilla: poner en riesgo la vida para ser libres, o resignarse a perderla a manos de quien pretende imponer su régimen de terror en Ucrania.

En ese sentido, son bastante coincidentes los mensajes que nos llegan desde allí, de parte de nuestros familiares o conocidos con los que registra la prensa que cubre la invasión en distintos puntos del país. En ambos casos, lo más destacable es la unidad que solidificó la intención de Putin de arrasar con Ucrania, tanto a nivel de las burocracias políticas -que tras la guerra probablemente vean muy debilitado su protagonismo- como a nivel de la gente de a pie.

Resulta absurdo pensar como un acto de “propaganda” la decisión de deportistas, artistas y profesionales de diferentes ramas, más o menos reconocidos, que dejaron sus trabajos en lugares confortables en distintos puntos del planeta, se pusieron un casco y hoy empuñan un arma para frenar a las fuerzas invasoras.

Habrá que pensar, tal vez, que el pueblo ucraniano aprendió en estos últimos 30 años que hay una manera de vivir muy distinta a la que proponen los autócratas, y que ya no hay razón para pensar, como tantos ucranianos llegaron a hacerlo, que hay algo en lo ruso que no es posible lograr como ucranianos.

Hoy, definitivamente, los hechos indican que hay un pueblo dispuesto a dar su vida por su dignidad. “Estudien, hermanos míos. Piensen, lean, y aprendan de los de afuera, pero no se avergüencen de lo propio. Porque a aquel que olvida a su madre, Dios lo castiga”, escribió alguna vez el escritor y poeta Tarás Shevchenko. Quizá esta vez el pueblo de Ucrania, que hoy combate con uñas y dientes el nuevo intento de ocupación rusa, haya hecho propias las palabras del poeta y escritor más importante de Ucrania como nunca lo había hecho antes. Y para siempre.

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